NOTAS DE ELENA G. DE WHITE                                                               LECCIÓN 3
Jesús nos llama al discipulado
 
 

Sábado 12 de enero

A Mateo en su riqueza, y a Andrés y Pedro en su pobreza, llegó la misma prueba, y cada uno hizo la misma consagración. En el momento del éxito, cuando las redes estaban llenas de peces y eran más fuertes los impulsos de la vida antigua, Jesús pidió a los discípulos, a orillas del mar, que lo dejasen todo para dedicarse a la obra del evangelio. Así también es probada cada alma para ver si el deseo de los bienes temporales prima sobre el de la comunión con Cristo.
Los buenos principios son siempre exigentes. Nadie puede tener éxito en el servicio de Dios a menos que todo su corazón esté en la obra, y tenga todas las cosas por pérdida frente a la excelencia del conocimiento de Cristo. Nadie que haga reserva alguna puede ser discípulo de Cristo, y mucho menos puede ser su colaborador. Cuando los hombres aprecien la gran salvación, se verá en su vida el sacrificio propio que se vio en la de Cristo. Se regocijarán en seguirle adondequiera que los guíe (El Deseado de todas las gentes, p. 239).

Cuando Cristo llamó a sus discípulos para que le siguieran, no les ofreció lisonjeras perspectivas para esta vida. No les prometió ganancias ni honores mundanos, ni tampoco demandaron ellos paga alguna por sus servicios. A Mateo, sentado en la receptoría de impuestos, le dijo: "Sígueme. Y dejadas todas las cosas, levantándose, le siguió" (S. Lucas 5:27, 28). Mateo, antes de prestar servicio alguno, no pensó en exigir paga igual a la que cobrara en su profesión. Sin vacilar ni hacer una sola pregunta, siguió a Jesús. Le bastaba saber que estaría con el Salvador, oiría sus palabras y estaría unido con él en su obra (El ministerio de curación, pp. 380, 381).

 

 

 

 

Domingo 13 de enero

Cuando Juan el Bautista señaló a Jesús, diciendo: "He aquí el Cordero de Dios", los discípulos que lo escucharon decidieron seguir a Jesús. Al ver Jesús que lo seguían, preguntó: "¿Qué buscáis? Ellos le dijeron: Rabí (que traducido es, Maestro), ¿donde moras? Les dijo: Venid y ved. Fueron, y vieron donde moraba, y se quedaron con él aquel día; porque era como la hora décima. Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan, y habían seguido a Jesús" (S. Juan 1:38-40). Después de escuchar las declaraciones que procedían de los labios de Jesús, declaraciones que iluminaron sus mentes, el corazón de estos discípulos rebosaba de fe y seguridad de que en verdad él era el Mesías. Y aunque deseaban seguir escuchando sus maravillosas palabras, no se sentaron junto a él en feliz contemplación. Lo que deseaban era compartir con otros el conocimiento que habían recibido. Andrés salió a buscar con quién compartir esa maravillosa historia que parecía demasiado extraordinaria para ser verdad. Al primero que encontró fue a su hermano Simón a quien le dijo: "Hemos hallado al Mesías...y le trajo a Jesús. Y mirándole Jesús, dijo: Tú eres Simón, hijo de Jonás; tú serás llamado Cefas (que quiere decir, Pedro)".
El día siguiente Jesús encontró a Felipe y le dijo: "Sígueme". Su contacto con Cristo lo convenció de que en verdad era el Mesías, y ya no podía guardar las alegres nuevas para sí mismo, ni gozar solo el privilegio de seguirle. Sabía que su compañero, Natanael, había estudiado las profecías; habían orado juntos con fervor pidiendo entender las Escrituras. Pero, ¿dónde estaba Natanael? Estaba orando a Dios debajo de una higuera. Felipe lo encontró porque a menudo habían orado juntos en ese lugar apartado que estaba escondido detrás del follaje. Tan pronto como encontró a su amigo, le dijo: "Hemos hallado a aquel de quien escribió Moisés en la ley, así como los profetas: a Jesús, el hijo de José, de Nazaret". Pero Natanael había escuchado que Nazaret era un lugar impío, y eso despertó sus prejuicios. "¿De Nazaret puede salir algo de bueno?", dijo. Felipe no entró en controversia; simplemente le dijo: "Ven y ve". Así llego la verdad a Natanael. Después de dialogar con Cristo, inmediatamente expresó su fe firme y completa en él (The Ellen G. White 1888 Materials, pp. 1460, 1461).

Natanael oyó a Juan cuando señaló al Salvador y dijo: "He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (S. Juan 1:29). Natanael miró a Jesús, pero quedó chasqueado por la apariencia del Redentor del mundo. Aquel que llevaba las marcas del trabajo arduo y de la pobreza, ¿podría ser el Mesías? Jesús era obrero. Había trabajado con humildes operarios. Y Natanael se fue. Pero no se formó decididamente su opinión en cuanto a lo que era el carácter de Jesús. Se arrodilló debajo de una higuera para preguntar a Dios si ciertamente ese hombre era el Mesías. Mientras estaba allí, vino Felipe y dijo: "Hemos hallado a aquel de quien escribió Moisés en la ley, así como los profetas: a Jesús el hijo de José de Nazaret". Pero la palabra "Nazaret" otra vez despertó su incredulidad y dijo: "¿De Nazaret puede salir algo de bueno?" Estaba lleno de prejuicios, pero Felipe no procuró combatir sus prejuicios. Dejo sencillamente: "Ven y ve"...
¿No sería bueno que nosotros fuéramos debajo de la higuera para suplicarle a Dios en cuanto a lo que es la verdad? ¿No estaría sobre nosotros el ojo de Dios como estuvo sobre Natanael? Natanael creyó en el Señor y exclamó: "Rabí, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el Rey de Israel?
Su incredulidad desapareció, y una fe firme, fuerte y permanente tomó posesión de su alma. Jesús alabó la fe íntegra de Natanael.
Hay muchos que se encuentran en las mismas condiciones que Natanael. Tienen prejuicios e incredulidad porque nunca han entrado en contacto con las verdades especiales para estos últimos días o con el pueblo que las tiene, y será suficiente que asistan a una reunión llena del Espíritu de Cristo para deponer su incredulidad. No importa lo que tengamos que enfrentar, oposición, esfuerzos para alejar las almas de la verdad de origen celestial, debemos dar publicidad a nuestra fe, para que almas sinceras puedan ver, oír y convencerse por sí mismas. Nuestra obra es decir, como hizo Felipe: "Ven y ve". No tenemos doctrinas que queramos ocultar (Conflicto y valor, p. 281).
 

 

 

Lunes 14 de enero

"Andando Jesús junto al mar de Galilea, vio a dos hermanos, Simón llamado Pedro, y Andrés su hermano, que echaban la red en el mar; porque eran pescadores. Y les dijo: Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombre. Ellos entonces, dejando al instante las redes le siguieron. Pasando de allí, vio a otros dos hermanos, Jacobo hijo de Zebedeo, y Juan su hermano, en la barca con Zebedeo su padre, que remendaban sus redes; y los llamó. Y ellos, dejando al instante la barca y a su padre, le siguieron" (S. Mateo 4:18-22).
La inmediata obediencia de estos hombres, sin hacer preguntas, sin consultar por el salario, parece extraordinaria; pero las palabras de Cristo eran una invitación que significaba todo para ellos. En sus breves palabras había un poder que los impelía a seguirlo. Cristo haría de estos humildes pescadores el medio para separar a los hombres del servicio a Satanás y colocarlos al servicio de Dios. Llegarían a ser sus testigos para dar al mundo la verdad divina sin estar mezclada con las tradiciones y sofisterías humanas. Al trabajar y caminar con él, al practicar sus virtudes, quedarían calificados para ser pescadores de hombres y preparados para asumir el rango de primeros ministros de su reino. Sin embargo, no los envió a las escuelas mundanas para obtener las ventajas de una educación considerada superior. Ni siquiera les pidió que fueran a las sinagogas rabínicas para aprender sus tradiciones y costumbres, porque para llegar a ser sus evangelistas no necesitaban primero llegar a ser maestros de las tradiciones judaicas. "Venid en pos de mí -les dijo- y os haré pescadores de hombres" (Signs of the Times, julio 19, 1905).

Un cristiano fiel producirá mucho fruto, porque será un obrero enérgico y un soldado que se pondrá toda la armadura para pelear las batallas del Señor. Su primera obra será conformar los gustos, el apetito, las pasiones, los motivos y deseos, a la gran norma moral de justicia, porque el trabajo debe comenzar en el corazón. Éste debe llegar a ser puro, plenamente dedicado a hacer la voluntad de Cristo, no sea que alguna pasión, algún hábito o defecto, llegue a ser un poder destructor. Lo que Dios requiere es un corazón no dividido (Christian Education, p. 51; parcialmente en, Consejos para los maestros, p. 490).

Nuestro Redentor pide mucho más de lo que le damos. El yo interpone su deseo de ser el primero; pero el Señor pide todo el corazón, todos los afectos. Él no quiere ocupar el segundo lugar. ¿Y no debe Cristo recibir nuestra primera y más alta consideración? ¿No debe él exigir esta muestra de nuestro respeto y lealtad? Estas cosas forman la base de la vida de nuestro corazón, en el círculo familiar y en la iglesia. Si el corazón, el alma, la fuerza, la vida están entregados completamente a Dios, si nuestros afectos se consagran enteramente a él, le daremos el lugar supremo en todo nuestro servicio. Cuando estamos en armonía con Dios, el pensamiento de su honor y gloria prevalece sobre todo lo demás. A ninguna persona damos la preferencia antes que a él en nuestro donativos y ofrendas. Tenemos un sentimiento de lo que significa estar asociados con Cristo en la sagrada empresa (Obreros evangélicos, p. 449).
 

 

 

Martes 15 de enero

Pedro, extraordinariamente sorprendido por el resultado inesperado de su acto de simple obediencia, exclamó impulsivamente: "Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador". Pero Jesús calmó a sus conmocionados discípulos diciéndoles que ahora debían llegar a ser pescadores de hombres. Era un momento solemne: debían abandonar su único medio de obtener recursos y dedicar sus vidas y sus esfuerzos a salvar a los pecadores que perecían. Sin embargo, antes de ser llamados a dedicarse a esta vida de abnegación y dependencia de Dios, el amante Salvador les mostró que el Dios del cielo y de la tierra podría proveerles abundantemente para cubrir todas sus necesidades.
"Y cuando trajeron a tierra las barcas, dejándolo todo, le siguieron". Desde ese momento estuvieron constantemente con Jesús. Los hombres sabios, talentosos y educados, que estaban acostumbrados a recibir los honores y homenajes como dirigentes del pueblo, no estuvieron dispuestos a unirse al Gran Maestro. Su orgullo y supuesta superioridad no podía adaptarse a simpatizar con la sufriente humanidad y llegar a ser colaboradores del humilde Hombre de Nazaret. Era más fácil entrenar y educar a estos humildes pescadores para la sagrada obra a la que se los llamaba, porque estaban dispuestos a ser enseñados: enseñados a subyugar el yo, enseñados en los principios correctos y en la doctrina verdadera.
Pedro, Andrés, Jacobo y Juan fueron, desde entonces, conocidos como discípulos de Jesús. Le acompañaban a Jerusalén y estaban con él mientras predicaba en las ciudades y villas de Judea, y en Samaria cuando retornaba a Galilea. Escuchaban sus enseñanzas y eran testigos de su divino poder exhibido en los milagros que realizaba. Día tras día se incrementaba su fe en que este humilde galileo era en verdad el Mesías prometido, Aquel que restauraría el reino a Israel.
Aunque estos discípulos habían acompañado a Jesús mientras predicaba, y se asociaban con él en sus jornadas, todavía seguían realizando su humilde trabajo de pescadores. Pero llegó el momento en que debían abandonar sus redes y sus barcas y asociarse más completamente con Jesús. Tan grande era el gentío que se reunía alrededor del lago, que la gente "se agolpaba sobre él para oír la palabra de Dios". Por eso se subió a la barca de Pedro para enseñar a todos los que estaban en la orilla. Finalizada la predicación le dijo a Pedro: "Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar". Pedro le respondió que habían trabajado toda la noche sin resultados; durante el tiempo que era normal pescar no habían obtenido nada. Humanamente hablando, no había probabilidades de obtener algo ahora. Sin embargo -dijo Pedro- "en tu palabra echaré la red". El resultado fue tan grande que las redes no podían contenerlo, y fue necesario que Jacobo y Juan se apresuraran a ayudarles (Signs of the Times, enero 8, 1885).

Estos humildes pescadores obedecieron el llamado de Jesús y dejaron todo para seguirle. Algunos podrían pensar que no fue difícil para ellos hacer esta decisión siendo que su negocio no era importante ni lucrativo, pero debe recordarse que eran propietarios de barcas y redes y obtenían lo suficiente para vivir. Por otra parte, la vida marítima tenía sus atracciones y fue un gran sacrificio para ellos dejar aquello a lo que habían dedicado sus vidas (Review and Herald, marzo 21, 1878).
 

 

 

Miércoles 16 de enero

Entre los funcionarios romanos que había en Palestina, los más odiados eran los publicanos. El hecho de que las contribuciones eran impuestas por una potencia extraña era motivo de continua irritación para los judíos, pues les recordaba que su independencia había desaparecido. Y los cobradores de impuestos... cometiendo extorsiones por su propia cuenta, se enriquecían a expensas del pueblo. Un judío que aceptaba este cargo de mano de los romanos era considerado como traidor a la honra de su nación. Se le despreciaba como apóstata, se le clasificaba con los más viles de la sociedad.
A esta clase pertenecía Leví Mateo, quien, después de los cuatro de discípulos de Genesaret, fue el siguiente en ser llamado al servicio de Cristo. Los fariseos habían juzgado a Mateo según su empleo, pero Jesús vio en este hombre un corazón dispuesto a recibir la verdad. Mateo había escuchado la enseñanza del Salvador. En la medida en que el convincente Espíritu de Dios le revelaba su pecaminosidad, anhelaba pedir ayuda a Cristo; pero estaba acostumbrado al carácter exclusivo de los rabinos, y no había creído que este gran Maestro se fijaría en él.
Sentado en su garita de peaje un día, el publicano vio a Jesús que se acercaba. Grande fue su asombro al oírle decir: "Sígueme", Mateo, "dejadas todas las cosas, levantándose, le siguió". No vaciló ni dudó, ni recordó el negocio lucrativo que iba a cambiar por la pobreza y las penurias. Le bastaba estar con Jesús, poder escuchar sus palabras y unirse con él en su obra...
A Mateo en su riqueza, y a Andrés y Pedro en su pobreza, llegó la misma prueba y cada uno hizo la misma consagración. En el momento del éxito, cuando las redes estaban llenas de peces y era más fuertes los impulsos de la vida antigua, Jesús pidió a los discípulos, a orillas del mar, que lo dejasen todo para dedicarse a la obra del evangelio. Así también es probada cada alma para ver si el deseo de los bienes temporales prima sobre el de la comunión con Cristo (Conflicto y valor, p. 283).

Mateo, humildemente agradecido, deseó demostrar su aprecio por el honor que había recibido, e invitando a los que habían sido sus compañeros de negocios, placer y pecado, preparó una gran fiesta para el Salvador. Si Jesús estuvo dispuesto a llamarlo a él, que era tan pecador e indigno, con seguridad aceptaría a sus antiguos compañeros que, según creía Mateo, eran mucho más dignos que él. Mateo tenía el gran anhelo de que compartieran los beneficios de las misericordias y la gracia de Cristo. Deseaba que supieran que Cristo -a diferencia de los escribas y fariseos- no despreciaba ni odiaba a los publicanos y pecadores. Quería que conocieran a Cristo como el bendito Salvador.
El Salvador ocupó en la fiesta el punto más honroso. Ahora Mateo era el siervo de Cristo, y deseaba que sus amigos supieran la forma en que él consideraba a su Guía y Maestro. Anhelaba que supieran que se sentía altamente honrado al hospedar a un huésped tan regio.
Jesús nunca rechazó una invitación a una fiesta tal. El propósito que siempre estaba delante de él era sembrar en los corazones de sus oyentes las semillas de la verdad mediante su encantadora conversación que le ganaba los corazones. En cada uno de sus actos Cristo tenía un propósito, y la lección que dio en esta ocasión fue oportuna y apropiada. Por medio de ese acto declaró que ni aun los publicanos y pecadores estaban excluidos de su presencia. Éstos ahora podían testificar que Cristo los honraba con su presencia y conversaba con ellos (Comentario bíblico adventista, t. 5, p. 1094).
 

 

 

Jueves 17 de enero

La fe consiste en confiar en Dios, en creer que nos ama y sabe lo que es mejor para nuestro bien. Así, en vez de nuestro camino, nos induce a preferir el suyo. En vez de nuestra ignorancia, acepta su sabiduría; en vez de nuestra debilidad, su fuerza; en vez de nuestro pecado, su justicia. Nuestra vida, nosotros mismos, somos ya suyos; la fe reconoce su derecho de posesión, y acepta su bendición. Se indican la verdad, la integridad y la pureza como secretos del éxito de la vida. La fe es la que nos pone en posesión de estas virtudes. Todo buen impulso o aspiración provienen de Dios; la fe recibe de Dios la vida que es lo único que puede producir crecimiento y eficiencia verdaderos (La fe por la cual vivo, p. 92).

La fe se aferra a las promesas de Dios, y produce fruto en obediencia. La presunción se atiene también a las promesas, pero las emplea como las empleó Satanás, para disculpar la trasgresión. La fe habría inducido a nuestro primeros padres a confiar en el amor de Dios y obedecer sus mandamientos. La presunción los indujo a violar su ley, creyendo que su gran amor los salvaría de las consecuencias de su pecado. No es fe la que pretende el favor del cielo sin cumplir con las condiciones en que se ha de otorgar la misericordia. La verdadera fe tiene su cimiento en las promesas y provisiones de las Escrituras (Obreros evangélicos, p. 274).

No podemos sobreestimar el valor de la fe sencilla y de la obediencia que no cuestiona. El carácter se perfecciona cuando se camina por la senda de la obediencia con fe sencilla. A Adán se le exigió una obediencia estricta a los mandamientos de Dios y a los que desean la salvación actualmente no se les puede presentar una norma inferior. El Señor dice: "Y todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si algo pidiereis en mi nombre, yo lo haré. Si me amáis, guardad mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir" (S. Juan 14:13-17). El mundo está confabulado contra la verdad, porque no desea obedecer la verdad. ¿Habría yo, quien percibo la verdad, de cerrar mis ojos y mi corazón a su poder salvador, porque el mundo elige la oscuridad en lugar de la luz? (Exaltad a Jesús, p. 133).
 

 

 

Viernes 18 de enero

 

El Deseado de todas las gentes, pp. 106-117

 

CAPÍTULO 14 "Hemos Hallado al Mesías" *
JUAN EL BAUTISTA estaba predicando y bautizando en Betábara, al otro lado del Jordán. No quedaba muy lejos del lugar donde antaño Dios había detenido el río en su curso hasta que pasara Israel. A corta distancia de allí, la fortaleza de Jericó había sido derribada por los ejércitos celestiales. El recuerdo de dichos sucesos revivía en este tiempo, y prestaba conmovedor interés al mensaje del Bautista. ¿No habría de volver a manifestar su poder, para librar a Israel, Aquel que había obrado tan maravillosamente en tiempos pasados? Tal era el pensamiento que conmovía el corazón de la gente que diariamente se agolpaba a orillas del Jordán.
La predicación de Juan se había posesionado tan profundamente de la nación, que exigía la atención de las autoridades religiosas. El peligro de que se produjera alguna insurrección, inducía a los romanos a considerar con sospecha toda reunión popular, y todo lo que tuviese el menor viso de un levantamiento del pueblo excitaba los temores de los gobernantes judíos. Juan no había reconocido la autoridad del Sanedrín ni pedido su sanción sobre su obra; y había reprendido a los gobernantes y al pueblo, a fariseos y saduceos por igual. Sin embargo, el pueblo le seguía ávidamente. El interés manifestado en su obra parecía aumentar de continuo. Aunque él no le había manifestado deferencia, el Sanedrín estimaba que, por enseñar en público, se hallaba bajo su jurisdicción.
Ese cuerpo estaba compuesto de miembros elegidos del sacerdocio, y de entre los principales gobernantes y maestros de la nación. El sumo sacerdote era quien lo presidía, por lo general. Todos sus miembros debían ser hombres de edad provecta, aunque no demasiado ancianos; hombres de saber, no sólo versados en la religión e historia de los judíos, sino en el saber general. Debían ser sin defecto físico, y hombres casados, y además, padres, pues así era más probable que fuesen 107 humanos y considerados. Su lugar de reunión era un departamento anexo al templo de Jerusalén. En el tiempo de la independencia de los judíos, el Sanedrín era la corte suprema de la nación, y poseía autoridad secular tanto como eclesiástica. Aunque en el tiempo de Cristo se hallaba subordinado a los gobernadores romanos, ejercía todavía una influencia poderosa en los asuntos civiles y religiosos.
Era difícil para el Sanedrín postergar la investigación de la obra de Juan. Algunos recordaban la revelación dada a Zacarías en el templo, y su profecía de que su hijo sería el heraldo del Mesías. En los tumultos y cambios de treinta años, estas cosas habían sido en gran parte olvidadas. Ahora la conmoción ocasionada por el ministerio de Juan las traía a la memoria de la gente.
Hacía mucho que Israel no había tenido profeta; hacía mucho que no se había realizado una reforma como la que se presenciaba. El llamamiento a confesar los pecados parecía nuevo y sorprendente. Muchos de entre los dirigentes no querían ir a oír las invitaciones y denuncias de Juan, por temor a verse inducidos a revelar los secretos de sus vidas; sin embargo, su predicación era un anuncio directo del Mesías. Era bien sabido que las setenta semanas de la profecía de Daniel, que incluían el advenimiento del Mesías, estaban por terminar; y todos anhelaban participar en esa era de gloria nacional que se esperaba para entonces. Era tal el entusiasmo popular, que el Sanedrín se vería pronto obligado a sancionar o a rechazar la obra de Juan. El poder que dicha asamblea ejercía sobre el pueblo estaba ya decayendo. Era para ella un asunto grave saber cómo mantener su posición. Esperando llegar a alguna conclusión, enviaron al Jordán una delegación de sacerdotes y levitas para que se entrevistaran con el nuevo maestro.
Cuando los delegados llegaron, había una multitud congregada que escuchaba sus palabras. Con aire de autoridad, destinado a impresionar a la gente y a inspirar deferencia al profeta, llegaron los altivos rabinos. Con un movimiento de respeto, casi de temor, la muchedumbre les dio paso. Los notables, con lujosa vestimenta y con el orgullo de su posición y poder, se llegaron ante el profeta del desierto.
"¿Tú, quién eres?" preguntaron. 108
"No soy yo el Cristo," contestó Juan, sabiendo lo que ellos pensaban.
"¿Qué pues? ¿Eres tú Elías?"
"No soy."
"¿Eres tú el profeta?"
"No."
"¿Pues quién eres? para que demos respuesta a los que nos enviaron. ¿Qué dices de ti mismo?"
"Yo soy la voz del que clama en el desierto: Enderezad el camino del Señor, como dijo Isaías profeta."
El pasaje al que se refirió Juan es la hermosa profecía de Isaías: "Consolaos, consolaos, pueblo mío, dice vuestro Dios. Hablad al corazón de Jerusalem: decidle a voces que su tiempo es ya cumplido, que su pecado es perdonado.... Voz que clama en el desierto: Barred camino a Jehová: enderezad calzada en la soledad a nuestro Dios. Todo valle sea alzado, y bájese todo monte y collado; y lo torcido se enderece, y lo áspero se allane. Y manifestaráse la gloria de Jehová, y toda carne juntamente la verá."*
Antiguamente, cuando un rey viajaba por las comarcas menos frecuentadas de sus dominios, se enviaba delante del carro real a un grupo de hombres para que aplanase los lugares escabrosos y llenase los baches, a fin de que el rey pudiese viajar con seguridad y sin molestia. Esta costumbre es la que menciona el profeta para ilustrar la obra del Evangelio. "Todo valle sea alzado, y bájese todo monte y collado." Cuando el Espíritu de Dios conmueve el alma con su maravilloso poder de despertarla, humilla el orgullo humano. El placer mundanal, la jerarquía y el poder son tenidos por inútiles. Son destruidos los "consejos, y toda altura que se levanta contra la ciencia de Dios," y se sujeta "todo intento a la obediencia de Cristo."* Entonces la humildad y el amor abnegado, tan poco apreciados entre los hombres, son ensalzados como las únicas cosas de valor. Tal es la obra del Evangelio, de la cual el mensaje de Juan era una parte.
Los rabinos continuaron preguntando: "¿Por qué pues bautizas, si tú no eres el Cristo, ni Elías, ni el profeta?" Las palabras "el profeta" se referían a Moisés. Los judíos se habían inclinado a creer que Moisés sería resucitado de los muertos 109 y llevado al cielo. No sabían que ya había sido resucitado. Cuando el Bautista inició su ministerio, muchos pensaron que tal vez fuese el profeta Moisés resucitado; porque parecía tener un conocimiento cabal de las profecías y de la historia de Israel.
También se creía que antes del advenimiento del Mesías, Elías aparecería personalmente. Juan salió al cruce de esta expectación con su negativa; pero sus palabras tenían un significado mas profundo. Jesús dijo después, refiriéndose a Juan: "Y si queréis recibirlo, éste es Elías, el que había de venir."* Juan vino con el espíritu y poder de Elías, para hacer una obra como la que había hecho Elías. Si los judíos le hubiesen recibido, esta obra se habría realizado en su favor. Pero no recibieron su mensaje. Para ellos no fue Elías. No pudo cumplir en favor de ellos la misión que había venido a realizar.
Muchos de los que estaban reunidos al lado del Jordán habían estado presentes en ocasión del bautismo de Jesús; pero la señal dada entonces había sido manifiesta para unos pocos de entre ellos. Durante los meses precedentes, durante el ministerio del Bautista, muchos se habían negado a escuchar el llamamiento al arrepentimiento. Así habían endurecido su corazón y obscurecido su entendimiento. Cuando el Cielo dio testimonio a Jesús en ocasión de su bautismo, no lo percibieron. Los ojos que nunca se habían vuelto con fe hacia el Invisible, no vieron la revelación de la gloria de Dios; los oídos que nunca habían escuchado su voz, no oyeron las palabras del testimonio. Así sucede ahora. Con frecuencia, la presencia de Cristo y de los ángeles ministradores se manifiesta en las asambleas del pueblo; y, sin embargo, muchos no lo saben. No disciernen nada insólito. Pero la presencia del Salvador se revela a algunos. La paz y el gozo animan su corazón. Son consolados, estimulados y bendecidos.
Los diputados de Jerusalén habían preguntado a Juan: "¿Por qué, pues, bautizas?" y estaban aguardando su respuesta. Repentinamente, al pasear Juan la mirada sobre la muchedumbre, sus ojos se iluminaron, su rostro se animó, todo su ser quedó conmovido por una profunda emoción. Con la mano extendida, exclamó: "Yo bautizo con agua; pero en medio de vosotros está uno, a quien no conocéis, el mismo que 110 viene después de mí, a quien no soy digno de desatar la correa de su zapato."*
El mensaje que debía ser llevado a! Sanedrín era claro e inequívoco. Las palabras de Juan no podían aplicarse a otro, sino al Mesías prometido. Este se hallaba entre ellos. Con asombro, los sacerdotes y gobernantes miraban en derredor suyo esperando descubrir a Aquel de quien había hablado Juan. Pero no se le distinguía entre la multitud.
Cuando, en ocasión del bautismo de Jesús, Juan le señaló como el Cordero de Dios, una nueva luz resplandeció sobre la obra del Mesías. La mente del profeta fue dirigida a las palabras de Isaías: "Como cordero fue llevado al matadero."* Durante las semanas que siguieron, Juan estudió con nuevo interés las profecías y la enseñanza de las ceremonias de los sacrificios. No distinguía claramente las dos fases de la obra de Cristo -como sacrificio doliente y como rey vencedor,- pero veía que su venida tenía un significado más profundo que el que discernían los sacerdotes y el pueblo. Cuando vio a Jesús entre la muchedumbre, al volver él del desierto, esperó confiadamente que daría al pueblo alguna señal de su verdadero carácter. Casi impacientemente esperaba oír al Salvador declarar su misión; pero Jesús no pronunció una palabra ni dio señal alguna. No respondió al anuncio que hiciera el Bautista acerca de él, sino que se mezcló con los discípulos de Juan sin dar evidencia externa de su obra especial, ni tomar medidas que lo pusiesen en evidencia.
Al día siguiente, Juan vio venir a Jesús. Con la luz de la gloria de Dios descansando sobre él, el profeta extendió las manos diciendo: "He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es del que dije: Tras mí viene un varón, el cual es antes de mí: . . . y yo no le conocía; mas para que fuese manifestado a Israel, por eso vine yo bautizando con agua.... Vi al Espíritu que descendía del cielo como paloma, y reposó sobre él. Y yo no le conocía; mas el que me envió a bautizar con agua, Aquél me dijo: Sobre quien vieres descender el Espíritu, y que reposa sobre él, éste es el que bautiza con Espíritu Santo. Y yo le vi, y he dado testimonio que éste es el Hijo de Dios."
¿Era éste el Cristo? Con reverencia y asombro, el pueblo 111 miró a Aquel que acababa de ser declarado Hijo de Dios. Todos habían sido profundamente conmovidos por las palabras de Juan. Les había hablado en el nombre de Dios. Le habían escuchado día tras día mientras reprendía sus pecados, y diariamente se había fortalecido en ellos la convicción de que era enviado del cielo. Pero, ¿quién era éste mayor que Juan el Bautista? En su porte e indumentaria, nada indicaba que fuese de alta jerarquía. Aparentemente, era un personaje sencillo, vestido como ellos, con la humilde vestimenta de los pobres.
Había entre la multitud algunos de los que en ocasión del bautismo de Cristo habían contemplado la gloria divina y oído la voz de Dios. Pero desde entonces el aspecto del Salvador había cambiado mucho. En ocasión de su bautismo, habían visto su rostro transfigurado por la luz del cielo; ahora, pálido, cansado y demacrado, fue reconocido únicamente por el profeta Juan.
Pero al mirarle, la gente vio un rostro donde la compasión divina se aunaba con la conciencia del poder. Toda mirada de sus ojos, todo rasgo de su semblante, estaba señalado por la humildad y expresaba un amor indecible. Parecía rodeado por una atmósfera de influencia espiritual. Aunque sus modales eran amables y sencillos, daba a los hombres una impresión de un poder escondido, pero que no podía ocultarse completamente. ¿Era éste Aquel a quien Israel había esperado tanto tiempo?
Jesús vino con pobreza y humillación, a fin de ser tanto nuestro ejemplo como nuestro Redentor. Si hubiese aparecido con pompa real, ¿cómo podría habernos enseñado la humildad? ¿Cómo podría haber presentado verdades tan terminantes en el sermón del monte? ¿Dónde habría quedado la esperanza de los humildes en esta vida, si Jesús hubiese venido a morar como rey entre los hombres?
Sin embargo, para la multitud parecía imposible que el ser designado por Juan estuviese asociado con sus sublimes esperanzas. Así muchos quedaron chasqueados y muy perplejos.
Las palabras que los sacerdotes y rabinos tanto deseaban oír, a saber, que Jesús restauraría ahora el reino de Israel, no habían sido pronunciadas. Tal rey habían estado esperando y por él velaban; y a un rey tal estaban dispuestos a recibir. Pero 112 no querían aceptar a uno que tratase de establecer en su corazón un reino de justicia y de paz.
Al día siguiente, mientras dos discípulos estaban cerca, Juan volvió a ver a Jesús entre el pueblo. Otra vez se iluminó el rostro del profeta con la gloria del Invisible, mientras exclamaba: "He aquí el Cordero de Dios." Las palabras conmovieron el corazón de los discípulos. Ellos no las comprendían plenamente. ¿Qué significaba el nombre que Juan le había dado: "Cordero de Dios"? Juan mismo no lo había explicado.
Dejando a Juan, se fueron en pos de Jesús. Uno de ellos era Andrés, hermano de Simón; el otro Juan, el que iba a ser el evangelista. Estos fueron los primeros discípulos de Cristo. Movidos por un impulso irresistible, siguieron a Jesús, ansiosos de hablar con él, aunque asombrados y en silencio, abrumados por el significado del pensamiento: "¿Es éste el Mesías?"
Jesús sabía que los discípulos le seguían. Eran las primicias de su ministerio, y había gozo en el corazón del Maestro divino al ver a estas almas responder a su gracia. Sin embargo, volviéndose, les preguntó: "¿Qué buscáis?" Quería dejarlos libres para volver atrás, o para expresar su deseo.
Ellos eran conscientes de un solo propósito. La presencia de Cristo llenaba su pensamiento. Exclamaron: "Rabbí, . . . ¿dónde moras?" En una breve entrevista, a orillas del camino, no podían recibir lo que anhelaban. Deseaban estar a solas con Jesús, sentarse a sus pies, y oír sus palabras.
"Díceles: Venid y ved. Vinieron, y vieron donde moraba, y quedáronse con él aquel día."
Si Juan y Andrés hubiesen estado dominados por el espíritu incrédulo de los sacerdotes y gobernantes, no se habrían presentado como discípulos a los pies de Jesús. Habrían venido a él como críticos, para juzgar sus palabras. Muchos cierran así la puerta a las oportunidades más preciosas. No sucedió así con estos primeros discípulos. Habían respondido al llamamiento del Espíritu Santo, manifestado en la predicación de Juan el Bautista. Ahora, reconocían la voz del Maestro celestial. Para ellos, las palabras de Jesús estaban llenas de refrigerio, verdad y belleza. Una iluminación divina se derramaba sobre las enseñanzas de las Escrituras del Antiguo Testamento. Los multilaterales temas de la verdad se destacaban con una nueva luz. 113
Es la contrición, la fe y el amor lo que habilita al alma para recibir sabiduría del cielo. La fe obrando por el amor, es la llave del conocimiento, y todo aquel que ama "conoce a Dios."*
El discípulo Juan era de afectos sinceros y profundos, aunque de naturaleza contemplativa. Había empezado a discernir la gloria de Cristo, no la pompa mundanal, ni el poder que se le había enseñado a esperar, sino la "gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad."* Estaba absorto en la contemplación del maravilloso tema.
Andrés trató de impartir el gozo que llenaba su corazón. Yendo en busca de su hermano Simón, exclamó: "Hemos hallado al Mesías." Simón no se hizo llamar dos veces. El también había oído la predicación de Juan el Bautista, y se apresuró a ir al Salvador. Los ojos de Jesús se posaron sobre él, leyendo su carácter y su historia. Su naturaleza impulsiva, su corazón amante y lleno de simpatía, su ambición y confianza en sí mismo, la historia de su caída, su arrepentimiento, sus labores y su martirio: el Salvador lo leyó todo, y dijo: "Tú eres Simón, hijo de Jonás: tú serás llamado Cefas (que quiere decir, Piedra)."
"El siguiente día quiso Jesús ir a Galilea, y halla Felipe, al cual dijo: Sígueme." Felipe obedeció al mandato, y en seguida se puso también a trabajar para Cristo.
Felipe llamó a Natanael. Este último había estado entre la muchedumbre cuando el Bautista señaló a Jesús como el Cordero de Dios. Al mirar a Jesús, Natanael quedó desilusionado. ¿Podía ser el Mesías este hombre que llevaba señales de pobreza y de trabajo? Sin embargo, Natanael no podía decidirse a rechazar a Jesús, porque el mensaje de Juan le había convencido en su corazón.
Cuando Felipe lo llamó, Natanael se había retirado a un tranquilo huerto para meditar sobre el anuncio de Juan y las profecías concernientes al Mesías. Estaba rogando a Dios que si el que había sido anunciado por Juan era el Libertador, se lo diese a conocer, y el Espíritu Santo descendió para impartirle la seguridad de que Dios había visitado a su pueblo y le había suscitado un cuerno de salvación. Felipe sabía que su amigo Natanael escudriñaba las profecías, y lo descubrió en su lugar 114 de retiro mientras oraba debajo de una higuera, donde muchas veces habían orado juntos, ocultos por el follaje.
El mensaje: "Hemos hallado a Aquel de quien escribió Moisés en la ley, y los profetas," pareció a Natanael una respuesta directa a su oración. Pero la fe de Felipe era aún vacilante. Añadió con cierta duda: "Jesús, el hijo de José, de Nazaret." Los prejuicios volvieron a levantarse en el corazón de Natanael. Exclamó: "¿De Nazaret puede haber algo de bueno?"
Felipe no entró en controversia. Dijo: "Ven y ve. Jesús vio venir a sí a Natanael, y dijo de él: He aquí un verdadero israelita, en el cual no hay engaño." Sorprendido, Natanael exclamó: "¿De dónde me conoces? Respondió Jesús, y díjole: Antes que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera te vi."
Esto fue suficiente. El Espíritu divino que había dado testimonio a Natanael en su oración solitaria debajo de la higuera, le habló ahora en las palabras de Jesús. Aunque presa de la duda, y cediendo en algo al prejuicio, Natanael había venido a Cristo con un sincero deseo de oír la verdad, y ahora su deseo estaba satisfecho. Su fe superó a la de aquel que le había traído a Jesús. Respondió y dijo: "Rabbí, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el Rey de Israel."
Si Natanael hubiese confiado en los rabinos para ser dirigido, nunca habría hallado a Jesús. Viendo y juzgando por sí mismo, fue como llegó a ser discípulo. Así sucede hoy día en el caso de muchos a quienes los prejuicios apartan de lo bueno. ¡Cuán diferentes serían los resultados si ellos quisieran venir y ver!
Ninguno llegará a un conocimiento salvador de la verdad mientras confíe en la dirección de la autoridad humana. Como Natanael, necesitamos estudiar la Palabra de Dios por nosotros mismos, y pedir la iluminación del Espíritu Santo. Aquel que vio a Natanael debajo de la higuera, nos verá en el lugar secreto de oración. Los ángeles del mundo de luz están cerca de aquellos que con humildad solicitan la dirección divina.
Con el llamamiento de Juan, Andrés, Simón, Felipe y Natanael, empezó la fundación de la iglesia cristiana. Juan dirigió a dos de sus discípulos a Cristo. Entonces uno de éstos, Andrés, 115 halló a su hermano, y lo llevó al Salvador. Luego Felipe fue llamado, y buscó a Natanael. Estos ejemplos deben enseñarnos la importancia del esfuerzo personal, de dirigir llamamientos directos a nuestros parientes, amigos y vecinos. Hay quienes durante toda la vida han profesado conocer a Cristo, y sin embargo, no han hecho nunca un esfuerzo personal para traer siquiera un alma al Salvador. Dejan todo el trabajo al predicador. Tal vez él esté bien preparado para su vocación, pero no puede hacer lo que Dios ha dejado para los miembros de la iglesia.
Son muchos los que necesitan el ministerio de corazones cristianos amantes. Muchos han descendido a la ruina cuando podrían haber sido salvados, si sus vecinos, hombres y mujeres comunes, hubiesen hecho algún esfuerzo personal en su favor. Muchos están aguardando a que se les hable personalmente. En la familia misma, en el vecindario, en el pueblo en que vivimos, hay para nosotros trabajo que debemos hacer como misioneros de Cristo. Si somos creyentes, esta obra será nuestro deleite. Apenas se ha convertido uno cuando nace en él el deseo de dar a conocer a otros cuán precioso amigo ha hallado en Jesús. La verdad salvadora y santificadora no puede quedar encerrada en su corazón.
Todos los que se han consagrado a Dios serán conductos de luz. Dios los hace agentes suyos para comunicar a otros las riquezas de su gracia. Su promesa es: "Y daré a ellas, y a los alrededores de mi collado, bendición; y haré descender la lluvia en su tiempo, lluvias de bendición serán."*
Felipe dijo a Natanael: "Ven y ve." No le pidió que aceptase el testimonio de otro, sino que contemplase a Cristo por sí mismo. Ahora que Jesús ascendió al cielo, sus discípulos son sus representantes entre los hombres, y una de las maneras más eficaces de ganar almas para él consiste en ejemplificar su carácter en nuestra vida diaria. Nuestra influencia sobre los demás no depende tanto de lo que decimos, como de lo que somos. Los hombres pueden combatir y desafiar nuestra lógica, pueden resistir nuestras súplicas; pero una vida de amor desinteresado es un argumento que no pueden contradecir. Una vida consecuente, caracterizada por la mansedumbre de Cristo, es un poder en el mundo. 116
La enseñanza de Cristo fue la expresión de una convicción íntima y de la experiencia, y los que aprenden de él llegan a ser maestros según el orden divino. La palabra de Dios, pronunciada por aquel que haya sido santificado por ella, tiene un poder vivificador que la hace atrayente para los oyentes, y los convence de que es una realidad viviente. Cuando uno ha recibido la verdad con amor, lo hará manifiesto en la persuasión de sus modales y el tono de su voz. Dará a conocer lo que él mismo oyó, vio y tocó de la palabra de vida, para que otros tengan comunión con él por el conocimiento de Cristo. Su testimonio, de labios tocados por un tizón ardiente del altar es verdad para el corazón dispuesto a recibirlo, y santifica el carácter.
Y el que procura dar la luz a otros, será él mismo bendecido. Habrá "lluvias de bendición." "El que riega será él mismo regado."* Dios podría haber alcanzado su objeto de salvar a los pecadores, sin nuestra ayuda; pero a fin de que podamos desarrollar un carácter como el de Cristo, debemos participar en su obra. A fin de entrar en su gozo -el gozo de ver almas redimidas por su sacrificio,- debemos participar de sus labores en favor de su redención.
La primera expresión de la fe de Natanael, tan completa, ferviente y sincera, fue como música en los oídos de Jesús. Y él respondió y le dijo: "¿Porque te dije, te vi debajo de la higuera, crees? cosas mayores que éstas verás." El Salvador miró hacia adelante con gozo, considerando su obra de predicar las buenas nuevas a los abatidos, de vendar a los quebrantados de corazón, y proclamar libertad a los cautivos de Satanás. Al pensar en las preciosas bendiciones que había traído a los hombres, Jesús añadió: "De cierto, de cierto os digo: De aquí adelante veréis el cielo abierto, y los ángeles de Dios que suben y descienden sobre el Hijo del hombre."
Con esto, Cristo dice en realidad: En la orilla del Jordán, los cielos fueron abiertos y el Espíritu descendió sobre mí en forma de paloma. Esta escena no fue sino una señal de que soy el Hijo de Dios. Si creéis en mí como tal, vuestra fe será vivificada. Veréis que los cielos están abiertos y nunca se cerrarán. Los he abierto a vosotros. Los ángeles de Dios están ascendiendo, y llevando las oraciones de los menesterosos 117 y angustiados al Padre celestial, y al descender, traen bendición y esperanza, valor, ayuda y vida a los hijos de los hombres. Los ángeles de Dios pasan siempre de la tierra al cielo, y del cielo a la tierra. Los milagros de Cristo, en favor de los afligidos y dolientes, fueron realizados por el poder de Dios mediante el ministerio de los ángeles. Y es por medio de Cristo, por e! ministerio de sus mensajeros celestiales, como nos llega toda bendición de Dios. Al revestirse de la humanidad, nuestro Salvador une sus intereses con los de los caídos hijos e hijas de Adán, mientras que por su divinidad se aferra al trono de Dios. Y así es Cristo el medio de comunicación de los hombres con Dios y de Dios con los hombres.
 


 

 

Viernes 18 de enero

 

El Deseado de todas las gentes, pp. 211-216

 

CAPÍTULO 25 El Llamamiento a Orillas del Mar *
AMANECÍA sobre el mar de Galilea. Los discípulos, cansados por una noche infructuosa, estaban todavía en sus barcos pesqueros bogando sobre el lago. Jesús volvía de pasar una hora tranquila a orillas del agua. Había esperado hallarse, durante unos cortos momentos de la madrugada, aliviado de la multitud que le seguía día tras día. Pero pronto la gente empezó a reunirse alrededor de él. La muchedumbre aumentó rápidamente, hasta apremiarle de todas partes. Mientras tanto, los discípulos habían vuelto a tierra. A fin de escapar a la presión de la multitud, Jesús entró en el barco de Pedro y le pidió a éste que se apartase un poquito de la orilla. Desde allí, Jesús podía ser visto y oído mejor por todos, y desde el barco enseñó a la muchedumbre reunida en la ribera.
¡Qué escena para la contemplación de los ángeles: su glorioso General, sentado en un barco de pescadores, mecido de aquí para allá por las inquietas olas y proclamando las buenas nuevas de la salvación a una muchedumbre atenta que se apiñaba hasta la orilla del agua! El Honrado del cielo estaba declarando al aire libre a la gente común las grandes cosas de su reino. Sin embargo, no podría haber tenido un escenario más adecuado para sus labores. El lago, las montañas, los campos extensos, el sol que inundaba la tierra, todo le proporcionaba objetos con que ilustrar sus lecciones y grabarlas en las mentes. Y ninguna lección de Cristo quedaba sin fruto. Todo mensaje de sus labios llegaba a algún alma como palabra de vida eterna.
Con cada momento que transcurría, aumentaba la multitud. Había ancianos apoyados en sus bastones, robustos campesinos de las colinas, pescadores que volvían de sus tareas en el lago, mercaderes y rabinos, ricos y sabios, jóvenes y viejos, que traían sus enfermos y dolientes y se agolpaban para oír las palabras del Maestro divino. Escenas como ésta habían mirado de antemano los profetas, y escribieron: 212
"¡La tierra de Zabulón y la tierra de Neftalí,

hacia la mar, más allá del Jordán,

Galilea de las naciones;

el pueblo que estaba sentado en tinieblas ha visto gran luz,

y a los sentados en la región y sombra de muerte,

luz les ha resplandecido." *
En su sermón, Jesús tenía presentes otros auditorios, además de la muchedumbre que estaba a orillas de Genesaret. Mirando a través de los siglos, vio a sus fieles en cárceles y tribunales, en tentación, soledad y aflicción. Cada escena de gozo, o conflicto y perplejidad, le fue presentada. En las palabras dirigidas a los que le rodeaban, decía también a aquellas otras almas las mismas palabras que les habrían de llegar como mensaje de esperanza en la prueba, de consuelo en la tristeza y de luz celestial en las tinieblas. Mediante el Espíritu Santo, esa voz que hablaba desde el barco de pesca en el mar de Galilea, sería oída e infundiría paz a los corazones humanos hasta el fin del tiempo.
Terminado el discurso, Jesús se volvió a Pedro y le ordenó que se dirigiese mar adentro y echase la red. Pero Pedro estaba descorazonado. En toda la noche no había pescado nada. Durante las horas de soledad, se había acordado de la suerte de Juan el Bautista, que estaba languideciendo solo en su mazmorra. Había pensado en las perspectivas que se ofrecían a Jesús y sus discípulos, en el fracaso de la misión en Judea y en la maldad de los sacerdotes y rabinos. Aun su propia ocupación le había fallado; y mientras miraba sus redes vacías, el futuro le parecía obscuro. Dijo: "Maestro, habiendo trabajado toda la noche, nada hemos tomado, mas en tu palabra echaré la red."
La noche era el único tiempo favorable para pescar con redes en las claras aguas del lago. Después de trabajar toda la noche sin éxito, parecía una empresa desesperada echar la red de día. Pero Jesús había dado la orden, y el amor a su Maestro indujo a los discípulos a obedecerle. Juntos, Simón y su hermano, dejaron caer la red. Al intentar sacarla, era tan grande la cantidad de peces que encerraba que empezó a romperse. Se vieron obligados a llamar a Santiago y Juan en su ayuda. Cuando hubieron asegurado la pesca, ambos barcos estaban tan cargados que corrían peligro de hundirse.
Pero Pedro ya no pensaba en los barcos ni en su carga. Este 213 milagro, más que cualquier otro que hubiese presenciado era para él una manifestación del poder divino. En Jesús vio a Aquel que tenía sujeta toda la naturaleza bajo su dominio. La presencia de la divinidad revelaba su propia falta de santidad. Le vencieron el amor a su Maestro, la vergüenza por su propia incredulidad, la gratitud por la condescendencia de Cristo, y sobre todo el sentimiento de su impureza frente a la pureza infinita. Mientras sus compañeros estaban guardando el contenido de la red, Pedro cayó a los pies del Salvador, exclamando: "Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador."
Era la misma presencia de la santidad divina la que había hecho caer al profeta Daniel como muerto delante del ángel de Dios. El dijo: "Mi fuerza se me trocó en desmayo, sin retener vigor alguno." Así también cuando Isaías contempló la gloria del Señor, exclamó: "¡Ay de mí! que soy muerto; que siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos."* La humanidad, con su debilidad y pecado, se hallaba en contraste con la perfección de la divinidad, y él se sentía completamente deficiente y falto de santidad. Así les ha sucedido a todos aquellos a quienes fue otorgada una visión de la grandeza y majestad de Dios.
Pedro exclamó: "Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador." Sin embargo, se aferraba a los pies de Jesús, sintiendo que no podía separarse de él. El Salvador contestó: "No temas: desde ahora pescarás hombres." Fue después que Isaías hubo contemplado la santidad de Dios y su propia indignidad, cuando le fue confiado el mensaje divino. Después que Pedro fuera inducido a negarse a sí mismo y a confiar en el poder divino fue cuando se le llamó a trabajar para Cristo.
Hasta entonces, ninguno de los discípulos se había unido completamente a Jesús como colaborador suyo. Habían presenciado muchos de sus milagros, y habían escuchado su enseñanza; pero no habían abandonado totalmente su empleo anterior. El encarcelamiento de Juan el Bautista había sido para todos ellos una amarga desilusión. Si tal había de ser el resultado de la misión de Juan, no podían tener mucha esperanza respecto a su Maestro, contra el cual estaban combinados todos los dirigentes religiosos. En esas circunstancias, les había 214 sido un alivio volver por un corto tiempo a su pesca. Pero ahora Jesús los llamaba a abandonar su vida anterior, y a unir sus intereses con los suyos. Pedro había aceptado el llamamiento. Llegando a la orilla, Jesús invitó a los otros tres discípulos diciéndoles: "Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres." Inmediatamente lo dejaron todo, y le siguieron.
Antes de pedir a los discípulos que abandonasen sus redes y barcos, Jesús les había dado la seguridad de que

Hoy habia 1 visitantes¡Aqui en esta página!
Este sitio web fue creado de forma gratuita con PaginaWebGratis.es. ¿Quieres también tu sitio web propio?
Registrarse gratis