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NOTAS DE ELENA G. DE WHITE LECCIÓN 2
El discipulado, entonces y ahora
Sábado 5 de enero
De los discípulos leemos: "Y el Señor, después que les habló, fue recibido arriba en el cielo, y se sentó a la diestra de Dios. Y ellos, saliendo, predicaron en todas partes, ayudándoles el Señor y confirmando la palabra con las señales que la seguían" (S. Marcos 16:19, 20). Nuestra obra está claramente delineada por las acciones de Cristo y de sus discípulos después de su resurrección y ascensión. No podemos sentarnos con los brazos con los brazos cruzados esperando que alguien nos lleve al campo de labor y nos ponga a trabajar. Aquellos que tienen un conocimiento de la verdad deben avanzar en el nombre del Señor creyendo en cada palabra que él ha hablado y buscando en él la gracia y la fortaleza. Y al ir de lugar en lugar, como lo hicieron los discípulos, contando la historia del amor del Salvador, se harán amigos y se verá el fruto del trabajo. Cada verdadero y fiel obrero que sea humilde y amante, será sostenido y fortalecido con el poder de lo alto, y al seguir el ejemplo de Cristo ganará los corazones de la gente. Habrá oraciones por los enfermos y los afligidos; se escucharán cantos y plegarias; se abrirán las Escrituras para testificar de la verdad, y las señales que se produzcan confirmarán la palabra hablada (Review and Herald, febrero 4, 1904). Domingo 6 de enero
"Había ciertos griegos entre los que habían subido a adorar en la fiesta. Éstos, pues, se acercaron a Felipe, que era de Bethsaida de Galilea, y le rogaron, diciendo: Señor, quisiéramos ver a Jesús. Felipe fue y se lo dijo a Andrés; entonces Andrés y Felipe se lo dijeron a Jesús. (S. Juan 12:20-22). En ese momento, en la mente de los discípulos, la obra de Cristo tenía toda la apariencia de estar frente a un fracaso; sin embargo en la realidad estaba por consumarse su propósito. El evento que tendría lugar muy pronto afectaría no sólo a la nación judía sino a todo el mundo. El ferviente pedido de los griegos, "Quisiéramos ver a Jesús", iluminó el rostro del Salvador quién exclamó: "Ha llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado". Y saliendo de la corte del templo que era exclusiva para los judíos, se encontró con los griegos y tuvo una entrevista personal con ellos. Estos hombres, que llegaron del oeste en el tiempo en que ocurrían los actos finales de la vida terrenal de Cristo, representan lo que los sabios de oriente representaron al comienzo de la vida del Salvador. Los israelitas, por no estudiar las profecías relacionadas con los importantes eventos que estaban por suceder, y por estar totalmente envueltos en sus propios planes ambiciosos, desconocían el tiempo de la venida del Mesías. Los ángeles, que debían haber dado el mensaje de su llegada a los sacerdotes y gobernantes, lo dieron a los humildes pastores quienes, guiados por la estrella, llegaron al lugar de su nacimiento y le adoraron. De la misma manera, los sabios de oriente llegaron con sus dones de oro, incienso y mirra. Ahora estos griegos, que representaban a todas las naciones, tribus y pueblos que llegarían a comprender su necesidad de un poder de lo alto en sus vidas, vinieron para ver a Jesús. Habían escuchado las noticias de su entrada triunfal en Jerusalén y deseaban conocer más acerca de la esperanzas de la nación judía acerca del Mesías. También habían oído acerca de la expulsión de los sacerdotes y gobernantes del templo, y los rumores de que él se sentaría en el trono de David como rey de Israel. Por eso querían ver a Jesús. La hora de la glorificación de Cristo había llegado. Estaba a la sombra de la cruz, y el interés de los griegos por verle le mostraba que su sacrificio abriría la puerta de salvación a todos los que desearan estar en perfecta armonía con Dios. Sabía que los griegos presenciarían eventos que no habían siquiera imaginado; lo verían crucificado entre ladrones y asesinos; escucharían a la gente gritando como bestias salvajes, alentados por sacerdotes y gobernantes, diciendo: "Suéltanos a Barrabás". Verían a Pilato preguntando: "¿Qué, pues, haré de Jesús, llamado el cristo?", y al pueblo respondiendo: ¡Sea crucificado! Pero Cristo sabía que al hacer propiciación por los pecados del hombre extendería y perfeccionaría su reino a través de todas las naciones de la tierra. Sería el Restaurador de la humanidad y su Espíritu prevalecería. Por un momento penetró en el futuro y escuchó las voces que proclamaban en todas partes de la tierra: "He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (Signs of the Times, julio 1, 1897). Lunes 7 de enero
Pero había en el concilio un varón que reconoció la voz de Dios en las palabras de los discípulos. Era Gamaliel, un fariseo de buena reputación, hombre erudito y de elevada categoría social. Su claro criterio comprendió que la violenta medida propuesta por los sacerdotes tendría terribles consecuencias. Antes de hablar a sus compañeros de concilio, pidió Gamaliel que se hiciese salir a los presos, pues sabía con quienes trataba y que los que habían matado a Cristo no vacilarían en cumplir su propósito. Con mucha mesura y serenidad, Gamaliel dijo entonces: "Varones Israelitas, mirad por vosotros acerca de estos hombres en lo que habéis de hacer. Porque antes de estos días se levantó Teudas, diciendo que era alguien; al que se agregó un número de hombres como cuatrocientos: el cual fue matado; y todos los que creyeron fueron dispersos, y reducidos a nada. Después de éste, se levantó Judas el Galileo en los días del empadronamiento, y llevó mucho pueblo tras sí. Pereció también aquél; y todos los que consintieron con él, fueron derramados. Y ahora os digo: Dejaos de estos hombres, y dejadlos; porque si este consejo o esta obra es de los hombres, se desvanecerá: mas si es de Dios, no la podréis deshacer; no seáis tal vez hallados resistiendo a Dios". Los sacerdotes comprendieron lo razonable de esta opinión, y no pudieron menos que convenir con Gamaliel. Sin embargo, no les fue posible dominar sus odios y prejuicios, y de muy mala gana, después de mandar que azotasen a los discípulos e intimarlos so pena de muerte a que no volviesen a predicar en el nombre de Jesús, los soltaron (Los hechos de los apóstoles, pp. 68, 69). El apóstol Pablo tenía todos los privilegios de un ciudadano romano. No iba a la zaga en la educación hebrea, pues había aprendido a los pies de Gamaliel, pero todo eso no lo capacitaba para alcanzar la norma más elevada. A pesar de toda su educación científica y literaria estaba, hasta que Cristo se lo reveló, en una oscuridad tan completa como muchos de sus días. Pablo llegó a estar plenamente convencido de que conocer a Jesucristo mediante un conocimiento experimental era para su bien presente y eterno. Vio la necesidad de alcanzar una norma elevada (Comentario bíblico adventista, t. 6, p. 1084). Todos se admiraban de su conocimiento de la ley y las profecías; y de uno a otro pasaba la pregunta: "¿Cómo sabe éste letras, no habiendo aprendido?" Nadie era considerado apto para ser maestro religioso a menos que hubiese estudiado en la escuela de los rabinos, y tanto Jesús como Juan el Bautista habían sido representados como ignorantes porque no habían recibido esta preparación. Los que les oían se asombraban de su conocimiento de las Escrituras, "no habiendo aprendido". A la verdad no habían aprendido de los hombres; pero el Dios del cielo era su Maestro, y de él habían recibido la más alta sabiduría (El Deseado de todas las gentes, p. 416). Martes 8 de enero
Nuevos discípulos se agregaban diariamente para seguir a Jesús y la gente venía de ciudades y villas para escucharle. Muchos de ellos deseaban ser bautizados por Cristo, pero eran sus discípulos los que cumplían con este rito. Al bautizar los discípulos del Señor a muchos que se acercaban, los judíos y los discípulos de Juan el Bautista comenzaron a preguntarse si el bautismo purificaba al pecador de la culpa del pecado. Los discípulos de Juan respondían que su maestro realizaba un bautismo de arrepentimiento mientras que los discípulos de Cristo lo hacían para comenzar una nueva vida. Celosos de la popularidad de Cristo, los discípulos de Juan le dijeron: "Rabí, mira que el que estaba contigo al otro lado del Jordán, de quien tú diste testimonio, bautiza, y todos vienen a él. Respondió Juan y dijo: No puede el hombre recibir nada, si no le fuere dado del cielo". En su respuesta, Juan claramente les pidió a sus discípulos no ponerse celosos por la mayor popularidad de Jesús. Les dijo: "Vosotros mismos me sois testigos de que dije: Yo no soy el Cristo, sino que soy enviado delante de él. El que tiene la esposa, es el esposo; mas el amigo del esposo, que está a su lado y le oye, se goza grandemente de la voz del esposo; así pues, este mi gozo está cumplido". Juan, lejos de mostrarse celoso por la prosperidad de la misión de Cristo, se regocijaba al ver el éxito de la obra que él había venido a cumplir. Les aseguró a sus discípulos que la obra a la que él había sido llamado era la de dirigir la atención del pueblo hacia Cristo. "Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe. El que de arriba viene, es sobre todos: el que es de la tierra, es terrenal, y cosas terrenales habla; el que viene del cielo, es sobre todos. Y lo que vio y oyó, esto testifica; y nadie recibe su testimonio". Juan les aseguró a sus discípulos que Jesús era el Mesías, el Salvador del mundo; que su obra de preparar el camino del Señor estaba casi terminada, y que ellos debían ahora seguir a Jesús como el gran Maestro. La vida de Juan, aparte del gozo que experimentaba por ver el éxito de la misión de Cristo, había sido una vida de abnegación y tristeza. Aunque había sido el heraldo para anunciar el advenimiento del Mesías, no se le había permitido escucharlo personalmente ni presenciar sus poderosos milagros. Su voz se había escuchado solamente en el desierto donde vivía una vida solitaria, interrumpida sólo por la presencia de multitudes que venían para escuchar las palabras de reproche y advertencia de este maravilloso profeta. Reprobaba sin temor el pecado y de esa manera preparaba el camino para el ministerio de Cristo (Review and Herald, marzo 4, 1873). Para la gente que lo escuchaba, Juan el Bautista parecía ser el profeta Elías. La autoridad de sus palabras y su presentación como mensajero de Aquel que todos esperaban, despertaba grandes expectativas en los corazones del pueblo. Los judíos, que habían estudiado un solo lado de las profecías, esperaban en el Mesías a un poderoso príncipe que obraría en su favor. Y Juan declaraba: "Yo a la verdad os bautizo en agua para arrepentimiento; pero el que viene tras mí, cuyo calzado yo no soy digno de llevar, es más poderoso que yo, el os bautizará en Espíritu Santo y fuego". Nadie que escuchara las fervientes declaraciones de Juan podría dudar que se refería al Mesías largamente prometido y esperado. Los que habían venido de Jerusalén para escucharlo, volvían como mensajeros convencidos de que el Mesías estaba en medio de ellos, y deseaban compartir sus buenas nuevas con los gobernantes. Los judíos estaban rodeados de lugares que les recordaban los poderosos actos de Dios hechos e favor de ellos en el pasado. Muy cerca de lugar donde Juan bautizaba, el poder de Dios había dividido las aguas y creado un camino para que los israelitas cruzaran el Jordán y entraran en la tierra prometida. NO muy lejos de allí había estado Jericó, cuyas murallas habían caído al comando del Príncipe del cielo. ¡Cuánto más podían esperar ahora que el Mesías había llegado a la tierra! Toda la nación estaba en un estado de agitación y expectativa (Review and Herald, noviembre 28, 1907) Miércoles 9 de enero
Cuando Cristo llamó a sus discípulos para que le siguieran, no les ofreció lisonjeras perspectivas para esta vida. No les prometió ganancias ni honores mundanos, ni tampoco demandaron ellos paga alguna por sus servicios. A Mateo, sentado en la receptoría de impuestos, le dijo: "Sígueme. y dejadas todas las cosas, levantándose, le siguió" (S. Lucas 5:27, 28). Mateo, antes de prestar servicio alguno, no pensó en exigir paga igual a la que cobrara en su profesión. Sin vacilar ni hacer una sola pregunta, siguió a Jesús. Le bastaba saber que estaría con el Salvador, oiría sus palabras y estaría unido con él en su obra. Otro tanto había sucedido con los discípulos llamados anteriormente. Cuando Jesús invitó a Pedro y a sus compañeros a que le siguieran, en el acto dejaron todos ellos sus barcos y sus redes. Algunos de estos discípulos tenían deudos a quienes mantener; pero cuando oyeron la invitación del Salvador, sin vacilación ni reparo acerca de la vida material propia y de sus familias, obedecieron al llamamiento. Cuando, en una ocasión ulterior, Jesús les preguntó: "Cuando os envié sin bolsa, y sin alforja, y sin zapatos, ¿os faltó algo?" contestaron: "Nada" (S. Lucas 22:35). El Salvador nos llama hoy a su obra, como llamó a Mateo, a Juan y a Pedro. Si su amor mueve nuestro corazón, el asunto de la compensación no será el que predomine en nuestro ánimo. Nos gozaremos en ser colaboradores con Cristo, y sin temor nos confiaremos a su cuidado. Si hacemos de Dios nuestra fuerza, tendremos claras percepciones de nuestro deber y aspiraciones altruistas; el móvil de nuestra vida será un propósito noble que nos elevará por encima de toda preocupación sórdida (El ministerio de curación, pp. 380, 381). Si los maestros y caudillos de Israel se hubieran sometido a su gracia transformadora, Jesús los habría hecho embajadores suyos ante los hombres. Fue primeramente en Judea sonde se proclamó la llegada del reino y se llamó al arrepentimiento. En el acto de expulsar del templo de Jerusalén a los que lo profanaban, Jesús anunció que era el Mesías, el que limpiaría el alma de la contaminación del pecado y haría de su pueblo un templo consagrado a Dios. Pero los caudillos judíos no quisieron humillarse para recibir al humilde Maestro de Nazaret. Durante su segunda visita a Jerusalén, fue emplazado ante el Sanedrín, y únicamente el temor al pueblo impidió que procuraran quitarle la vida los dignatarios que lo constituían. Fue entonces cuando, después de salir de Judea, principió Cristo su ministerio en Galilea. Allí prosiguió su obra algunos meses antes de predicar el Sermón del Monte. El mensaje que había proclamado por toda esa región: "El reino de los cielos se ha acercado", había llamado la atención de todas las clases y dado aún mayor pábulo a sus esperanzas ambiciosas. La fama del nuevo Maestro había superado los confines de Palestina y, a pesar de la actitud asumida por la jerarquía, se había difundido mucho el sentimiento de que tal vez fuera el Libertador que habían esperado. Grandes multitudes seguían los pasos de Jesús y el entusiasmo popular era grande. Había llegado el momento en que los discípulos que estaban más estrechamente relacionados con Cristo debían unirse más directamente en su obra, para que estas vastas muchedumbres no quedaran abandonadas como ovejas sin pastor. Algunos de esos discípulos se habían vinculado con Cristo al principio de su ministerio, y los doce vivían casi todos asociados entre sí como miembros de la familia de Jesús. No obstante, engañados también por las enseñanzas de los rabinos, esperaban, como todo el pueblo, un reino terrenal. No podían comprender las acciones de Jesús. Ya los había dejado perplejos y turbados el que no hiciese esfuerzo alguno para fortalecer su causa obteniendo el apoyo de sacerdotes y rabinos, y porque nada había hecho para establecer su autoridad como Rey de esta tierra. Todavía había que hacer una gran obra en favor de estos discípulos antes que estuviesen preparados para la sagrada responsabilidad que les incumbiría cuando Jesús ascendiera al cielo. Habían respondido, sin embargo, al amor de Cristo, y aunque eran tardos de corazón para creer, Jesús vio en ellos a personas a quienes podían enseñar y disciplinar para su gran obra. Y ahora que habían estado con él suficiente tiempo como para afirmar hasta cierto punto su fe en el carácter divino de su misión, y el pueblo también había recibido pruebas incontrovertibles de su poder; quedaba expedito el camino para declarar los principios de su reino en forma tal que les ayudase a comprender su verdadero carácter. Solo, sobre un monte cerca del mar de Galilea, Jesús había pasado la noche orando en favor de estos escogidos. Al amanecer, los llamó a sí y con palabras de oración y enseñanza puso las manos sobre sus cabezas para bendecirlos y apartarlos para la obra del evangelio. Luego se dirigió con ellos a la orilla del mar, donde ya desde el alba había principiado a reunirse una gran multitud (El discurso maestro de Jesucristo, pp. 8, 9) Jueves 10 de enero
"Y ellos, saliendo, predicaron en todas partes, obrando con ellos el Señor, y confirmando la palabra con las señales que la seguían" (S. Marcos 16:20). No obstante la fiera oposición que los discípulos encontraron, en poco tiempo el evangelio del reino fue proclamado en todas las partes habitadas de la tierra. La comisión dada a los discípulos nos es dada a nosotros también. Hoy como entonces, el Salvador crucificado y resucitado debe ser exaltado delante de los que están sin Dios y sin esperanza en el mundo. El Señor llama a pastores, maestros evangelistas. De puerta en puerta han de proclamar sus siervos el mensaje de salvación. Las nuevas del perdón por Cristo han de ser comunicadas a toda nación, tribu, lengua y pueblo. El mensaje ha de darse, no en forma tímida y sin vida, sino con expresión clara, decidida, conmovedora. Centenares están aguardando la amonestación a escapar por su vida. El mundo necesita ver en los cristianos la evidencia del poder del cristianismo. No sólo se necesita a los mensajeros de la misericordia en unos pocos lugares, sino en todas partes del mundo. De todo país proviene el clamor: "Pasa... y ayúdanos". Ricos y pobres, humildes y encumbrados, están pidiendo luz. Hombres y mujeres tienen hambre de la verdad tal cual es en Jesús. Cuando oigan el evangelio predicado con poder de lo alto, sabrán que el banquete está preparado para ellos, y responderán a la invitación: "Venid, que ya está todo aparejado" (S. Lucas 14:17). Las palabras: "Id por todo el mundo; predicad el evangelio a toda criatura" (S. Marcos 16:15), se dirigen a todos los que siguen a Cristo. Todos los que son ordenados a la vida de Cristo están ordenados para trabajar por la salvación de sus semejantes. Ha de manifestarse en ellos el mismo anhelo que él sintió en su alma por la salvación de los perdidos. No todos pueden desempeñar el mismo cargo, pero hay cabida y trabajo para todos. Todos aquellos a quienes han sido concedidas las bendiciones de Dios deben responder sirviendo realmente; y han de emplear todo don para el progreso de su reino. Cristo hizo provisión completa para que continuara la obra confiada a sus discípulos, y se encargó él mismo de la responsabilidad de su éxito. Mientras ellos obedeciesen a su Palabra y trabajasen en relación con él, no podían fracasar. Id a todas las naciones, les ordenó. Id a los confines más lejanos del globo habitable, y sabed que mi presencia estará allí. Trabajad con fe y confianza; porque nunca llegará el momento en que yo os abandone. A nosotros también se dirige la promesa de la presencia permanente de Cristo. El transcurso del tiempo no ha cambiado la promesa que hizo al partir. Él está con nosotros hoy tan ciertamente como estuvo con los discípulos, y estará con nosotros "hasta el fin" (Joyas de los testimonios, t. 3, pp. 206-208). Estos primeros apóstoles probaron que hay éxito al trabajar para Cristo. Se dice de ellos que "saliendo, predicaron en todas partes, ayudándoles el Señor y confirmando la palabra con las señales que la seguían" (S. Marcos 16:20). El mismo poder que tuvieron los apóstoles está disponible para todos aquellos que entren en el servicio a Dios. El universo celestial está esperando por canales mediante los cuales pueda fluir la misericordia divina a través del mundo (The Southern Watchman, febrero 9, 1904). Viernes 11 de enero
El Deseado de todas las gentes, páginas 409 y 410.
Únanse los miembros de la iglesia, como representantes de Cristo, en oración y súplica para que el ofensor sea restaurado. El Espíritu Santo hablará por medio de sus siervos, suplicando al descarriado que vuelva a Dios. El apóstol Pablo, hablando por inspiración, dice: "Como si Dios rogase por medio nuestro;
os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios.'* El que rechaza este esfuerzo conjunto en su favor, ha roto el vínculo que le une a Cristo, y así se ha separado de la comunión de la iglesia. Desde entonces, dijo Jesús, "tenle por étnico y publicano." Pero no se le ha de considerar como separado de la misericordia de Dios. No lo han de despreciar ni descuidar los que antes eran sus hermanos, sino que lo han de tratar con ternura y compasión, como una de las ovejas perdidas a las que Cristo está procurando todavía traer a su redil. La instrucción de Cristo en cuanto al trato con los que yerran repite en forma más específica la enseñanza dada a Israel por Moisés: "No aborrecerás a tu hermano en tu corazón: ingenuamente reprenderás a tu prójimo, y no consentirás sobre él pecado."* Es decir, que si uno descuida el deber que Cristo ordenó en cuanto a restaurar a quienes están en error y pecado, se hace partícipe del pecado. Somos tan responsables de los males que podríamos haber detenido como si los hubiésemos cometido nosotros mismos. Pero debemos presentar el mal al que lo hace. No debemos hacer de ello un asunto de comentario y crítica entre nosotros mismos; ni siquiera después que haya sido expuesto a la iglesia nos es permitido repetirlo a otros. El conocimiento de las faltas de los cristianos será tan sólo una piedra de tropiezo para el mundo incrédulo; y espaciándonos en estas cosas no podemos sino recibir daño nosotros mismos; porque contemplando es como somos transformados. Mientras tratamos de corregir los errores de un hermano, el Espíritu de Cristo nos inducirá a escudarle en lo posible de la crítica aun de sus propios hermanos, y tanto más de la censura del mundo incrédulo. Nosotros mismos erramos y necesitamos la compasión y el perdón de Cristo, y él nos invita a tratarnos mutuamente como deseamos que él nos trate. "Todo lo que ligareis en la tierra, será ligado en el cielo; y 410 todo lo que desatareis en la tierra, será desatado en el cielo." Obráis como embajadores del cielo, y lo que resulte de vuestro trabajo es para la eternidad. Pero no hemos de llevar esta gran responsabilidad solos. Cristo mora dondequiera que se obedezca su palabra con corazón sincero. No sólo está presente en las asambleas de la iglesia, sino que estará dondequiera que sus discípulos, por pocos que sean, se reúnan en su nombre. Y dice: "Si dos de vosotros se convinieren en la tierra, de toda cosa que pidieren, les será hecho por mi Padre que está en los cielos." Jesús dice: "Mi Padre que está en los cielos," como para recordar a sus discípulos que mientras que por su humanidad está vinculado con ellos, participa de sus pruebas y simpatiza con ellos en sus sufrimientos, por su divinidad está unido con el trono del Infinito. ¡Admirable garantía! Los seres celestiales se unen con los hombres en simpatía y labor para la salvación de lo que se había perdido. Y todo el poder del cielo se pone en combinación con la capacidad humana para atraer las almas a Cristo. |
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